Siguiendo la fantasía gaarderiana, si se le otorgaría una semana del año a cada una de las 52 cartas, tendríamos casi el año completado. Digo casi porque, como la suma nos lo indica (52x7=364) nos sobraría un día. Ese día sería el destinado para el comodín, y sería todo un festejo y se harían predicciones sobre lo que está por acontecer. Porque el comodín, hemos de decirlo, es de entre todas las cartas la más lúcida y la única capaz de ver más allá de sí misma, valorable cualidad.
Por otra parte, regresando al plano real, mi cumpleaños es el antepenúltimo día del año, lo que quiere decir que, entre mi cambio de edad y el cambio de año cíclico (no sé qué apellido ponerle para hacer la distinción) hay un total de dos días.
Así que, uniendo estos dos datos, decidí que los días del puente entre mi cumpleaños y el año nuevo serían mis días comodines. Uno (el 31) es el día comodín universal, el otro (el 30), es una licencia mía, y aunque todavía no es ni 30 ni 31, dado que esos días no estaré aquí, les adelanto todo un poco.
Lo reconfortante de esos días es que son días donde, a voluntad, el tiempo y las posibilidades están completamente abiertas y floreciendo, al menos en un plano reflexivo. Y es más mágico además que sólo hacer los trillados propósitos de año nuevo, aunque cualquier mente atenta notará que en el fondo es lo mismo; pues para que negarlo, ansiamos siempre un pretexto cualquiera que nos permita renovarnos cuando menos simbólicamente.
Paralelamente, está el asunto de mi cumpleaños. Para quien le duele envejecer desde los quince (ridícula, sí, yo lo sé), la reflexión sobre su vida año tras año es crucial, y hay que plantearse seriamente la palpitante pregunta: ¿Valió la pena este año? ¿Qué hubo de nuevo o de distinto? Y hay que encontrar un cambio, una relevación para que valga el año.
Por otra parte, regresando al plano real, mi cumpleaños es el antepenúltimo día del año, lo que quiere decir que, entre mi cambio de edad y el cambio de año cíclico (no sé qué apellido ponerle para hacer la distinción) hay un total de dos días.
Así que, uniendo estos dos datos, decidí que los días del puente entre mi cumpleaños y el año nuevo serían mis días comodines. Uno (el 31) es el día comodín universal, el otro (el 30), es una licencia mía, y aunque todavía no es ni 30 ni 31, dado que esos días no estaré aquí, les adelanto todo un poco.
Lo reconfortante de esos días es que son días donde, a voluntad, el tiempo y las posibilidades están completamente abiertas y floreciendo, al menos en un plano reflexivo. Y es más mágico además que sólo hacer los trillados propósitos de año nuevo, aunque cualquier mente atenta notará que en el fondo es lo mismo; pues para que negarlo, ansiamos siempre un pretexto cualquiera que nos permita renovarnos cuando menos simbólicamente.
Paralelamente, está el asunto de mi cumpleaños. Para quien le duele envejecer desde los quince (ridícula, sí, yo lo sé), la reflexión sobre su vida año tras año es crucial, y hay que plantearse seriamente la palpitante pregunta: ¿Valió la pena este año? ¿Qué hubo de nuevo o de distinto? Y hay que encontrar un cambio, una relevación para que valga el año.
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