Creo que es hora de hablar sobre mi cuento, aunque me duela, es terapéutico. Es terapéutico porque yo creo que una parte de mí está contenida en él, en dos sentidos: como mi creación, hijo de mi pluma y de mi obsesión, y como mi espejo, reflejo de lo que vivo.
El cuento habla, sobretodo, sobre la intimidad. La intimidad como lugar sagrado que no debe de ser penetrado. Cuando se le exige exterioridad al otro lo que se está haciendo es ejercer una violencia sobre él; pues en la búsqueda de la posesión está implícito el deseo de que el otro deje de ser otro para convertirse en parte de mí. Es un devoramiento. Lo peor es que la mayoría de las relaciones funcionan así, y de ahí lo duro. Nos comunicamos porque creemos que comunicarse es esencial para la relación y porque creemos que amar es conocer. Pero eso es mentira. Y en el burdo despliegue del ser y en la firma del contrato, lo que hay es un vaciamiento y una reducción del otro a los términos del entendimiento y un dar muerte a un ser que era potencialmente infinito. Además, lo bueno sólo es bueno en su gratuidad, en su no exigencia, y por ello cuando se legitimiza y se posee, se pierde, deja de ser bueno porque deja de funcionar como un mero don, como una ofrenda. Y sin embargo, no podemos ser tampoco tan ingenuos y apelar ciegamente a una interioridad radical, pues ésta es utópica, y como se deja ver en cuento, es imposible de sostener. Carece de vínculos con la realidad y eso la hace desmoronarse, carece de reconocimiento y sin reconocimiento nada puede ser fijo, y el absoluto y constante devenir insignificate termina derivando en desesperación y angustia, como sucede en el estadío estético kierkegaardiano. De ahí lo trágico del cuento: no hay solución posible. De todas formas se pierde.
El cuento habla, sobretodo, sobre la intimidad. La intimidad como lugar sagrado que no debe de ser penetrado. Cuando se le exige exterioridad al otro lo que se está haciendo es ejercer una violencia sobre él; pues en la búsqueda de la posesión está implícito el deseo de que el otro deje de ser otro para convertirse en parte de mí. Es un devoramiento. Lo peor es que la mayoría de las relaciones funcionan así, y de ahí lo duro. Nos comunicamos porque creemos que comunicarse es esencial para la relación y porque creemos que amar es conocer. Pero eso es mentira. Y en el burdo despliegue del ser y en la firma del contrato, lo que hay es un vaciamiento y una reducción del otro a los términos del entendimiento y un dar muerte a un ser que era potencialmente infinito. Además, lo bueno sólo es bueno en su gratuidad, en su no exigencia, y por ello cuando se legitimiza y se posee, se pierde, deja de ser bueno porque deja de funcionar como un mero don, como una ofrenda. Y sin embargo, no podemos ser tampoco tan ingenuos y apelar ciegamente a una interioridad radical, pues ésta es utópica, y como se deja ver en cuento, es imposible de sostener. Carece de vínculos con la realidad y eso la hace desmoronarse, carece de reconocimiento y sin reconocimiento nada puede ser fijo, y el absoluto y constante devenir insignificate termina derivando en desesperación y angustia, como sucede en el estadío estético kierkegaardiano. De ahí lo trágico del cuento: no hay solución posible. De todas formas se pierde.
